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Había una vez una princesa que nunca sonreía, sin importar cuán brillante resplandeciera el palacio.
Payasos dieron volteretas, bufones cantaron, acróbatas bailaron, pero su rostro permanecía inmóvil y triste.
Había una vez un muchacho sencillo que vagaba por el bosque, cargando solo su haz de leña.
Allí conoció a un anciano hambriento, y con buen corazón compartió su pan para que pudiera comer.
Agradecido por la bondad del muchacho, el anciano sonrió y reveló un maravilloso ganso de oro reluciente.
Lo colocó en los brazos del chico, y el corazón del chico se llenó de alegría por tan asombroso regalo.
Mientras el muchacho llevaba su ganso brillante, un aldeano curioso extendió la mano para tocar sus plumas doradas.
Pero al rozar al ave, quedó pegado—y uno tras otro, más aldeanos se unieron a la divertida cadena.
Por las calles del pueblo el muchacho marchaba orgulloso, con el ganso resplandeciente brillando en sus brazos.
Tras él desfilaba un desfile cómico de aldeanos, todos pegados, tropezando como si fueran uno solo.
Desde su balcón, la princesa observó el absurdo desfile de aldeanos y ya no pudo contener su risa.
Cuando su risa resonó por el palacio, la maldición se rompió y los aldeanos alzaron las manos de alegría.
Al ver por fin reír a su hija, el rey levantó la mano y declaró que se casaría con el humilde muchacho.
La princesa se aferró a él con alegría, corazones flotaron arriba, y el ganso dorado batió sus alas brillantes.
Se celebró una gran boda en el patio del palacio, con aldeanos cantando y músicos tocando alegres melodías.
La princesa corrió a los brazos del muchacho, él la alzó en alto, llovió confeti y el ganso dorado se erguía orgulloso.
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